GAYLA Y ABIGAIL
Érase una vez una niña de ojos dorados y cabellos cobrizos. Érase una vez una niña de 13 años, tan inocentes como malditos. Érase una vez una niña de risa musical y pasos bailarines, con amor por los animales y los libros, pura tras sus dos coletas y grandes gafas. Érase una vez Abigail.
Érase una vez una niña de ojos húmedos y cabellos desgreñados. Érase una vez una niña sin edad, eterna y efÃmera. Érase una vez una niña que no era niña, sino alma en pena al descubierto, rota tras su pijama harapiento y piel amoratada. Érase una vez Gayla.
Érase una vez una niña dividida en dos una noche. Érase una vez una niña viva y muerta, buena y mala, inocente y culpable. Érase una vez Gayla y Abigail, Abigail y Gayla, distintas antes de esa noche, una misma entidad después. Érase una vez yo, que no sé quién soy, o qué soy, y que no sé nada y nada recuerdo salvo una noche, la Noche de Todos los Santos, la Noche de Difuntos, de la difunta Abigail, de la recién nacida Gayla. Escuchen mi historia, niños, dÃganme que opinan...
En mi mente todos son nieblas y lagunas. No hay recuerdo claro de quién fue o qué hizo Abigail antes de aquella noche, y abandoné su búsqueda hace tiempo. He de conformarme con lo que de momento sé sin duda, y es su última Noche de Difuntos, que tantas veces he revivido en mi cabeza que soy capaz de recitarla de memoria, aunque todavÃa pienso que hay detalles que se me escapan.
Lo primero que recuerdo, en aquella mañana, fue cuando abrà los ojos. Estaba encogida en cama, rodeando con los brazos las rodillas contra el pecho, tenÃa frÃo. Al despertarme, me envolvà en las mantas aún más, pero ya no pude volver a conciliar el sueño, asà que me levanté, me envolvà en una bata rosa calentita y bajé a desayunar. Mi madre me recibió con una sonrisa y me sirvió las tostadas deprisa, pues pronto se irÃa al trabajo. Se habÃa recogido el pelo rubio en un moño en lo alto de la cabeza, y sólo el flequillo impecablemente recto y dos mechones cuidadosamente idénticos envolvÃan su cara. Mi madre era asÃ, muy metódica, y me habÃa inculcado sus horarios a la perfección, por lo que sabÃa que al acabar mis tostadas ella seguirÃa en casa, haciéndome la cama, terminarÃa unos minutos después y saldrÃa por la puerta, justo cuando yo, en la cocina, abrirÃa la nevera para coger la leche y prepararme los cereales. Y asà fue. Al terminar mi desayuno, coloqué la taza en el fregadero y subà a mi cuarto a vestirme. Me puse unos vaqueros largos, azules, y una camiseta de algodón blanca, con las mangas largas y rosas, lo recuerdo perfectamente. Me cepillé el pelo, mientras intentaba inútilmente mantener mi flequillo recto de igual forma que mi madre, cosa que no pude conseguir. Al darme por vencida, salà del baño y, al no tener escuela, estuve leyendo un libro, no recuerdo su tÃtulo, hasta que mi padre llegó a casa. Me saludó con un beso y salió de casa de nuevo, a la tienda, a comprar espaguetis para la comida. Esperé, todavÃa con el libro en las manos, a que volviese, pero al ver que tardaba más de lo normal regresé a la lectura. Aún tuvieron que pasar casi diez minutos más antes de que se abriese la puerta y mi padre, algo pálido, entrase precipitadamente y cerrase la puerta a sus espaldas. Extrañada por su comportamiento, le pregunté qué habÃa sucedido, él me respondió que habÃa creÃdo que un hombre le seguÃa, un hombre alto y de pelo negro, que le resultaba turbador. Al ver mi expresión, se recuperó deprisa y le restó importancia a lo sucedido, alegando que sólo habÃan sido imaginaciones suyas. AsentÃ, todavÃa inquieta, y él entró a la cocina para preparar la pasta.
Una media hora después, mi madre regresó. Se habÃa desecho el moño y el cabello rubio le caÃa por la espalda. Ella también estaba pálida, fue lo primero que noté. Comentó que un cliente muy insistente habÃa armado un alboroto en su consulta (mi madre trabajaba en una agencia matrimonial) y la habÃa acusado de arruinar su relación, insultándola y amenazándola hasta que los guardas de seguridad lo sacaron a rastras. Sin embargo, ella todavÃa seguÃa intranquila, pues aunque era común encontrarse con personas nerviosas o desequilibradas en su trabajo, jamás habÃa visto a ese hombre. Le pregunté si estaba segura y me dijo que sÃ, porque no habrÃa olvidado a un hombre tan alto, con esa mata de pelo negro y esa apariencia perturbadora. Mi padre y yo nos miramos, pero no dijimos nada. El miedo ya se habÃa instalado en mi corazón y, mientras comÃamos, dije que no querÃa salir a pedir esa tarde, aunque fuese fiesta. No intentaron convencerme de lo contrario, cosa que me sorprendió, pues significaba que ellos mismos estaban tan asustados como yo.
Pasó la tarde en un suspiro. Mi madre estuvo repasando cuentas del trabajo desde su ordenador de casa, quizás buscando a aquel hombre. Mi padre y yo jugamos a las cartas y atendimos a los niños que llamaron a nuestra puerta, añadiendo un puñado más de caramelos a sus bolsas.
Al caer la noche, cenamos en silencio los espaguetis sobrantes del mediodÃa. Sin hablar, habÃamos decidido que si superábamos aquel dÃa sin más percances, el incidente del hombre alto y moreno quedarÃa atrás, por lo que nos acostamos lo más deprisa posible, deseosos de olvidar lo ocurrido. En la cama de nuevo, no podÃa concentrarme en mi libro, aunque me mostraba reacia a apagar la luz. No me consideraba asustadiza, y era bien consciente de que el misterioso hombre no aparecerÃa de debajo de la cama o de dentro del armario para cogerme en cuanto quedase a oscuras, de hecho, lo más seguro es que fuese una coincidencia, pues en la vaga descripción de mis padres cabrÃan la mayor parte de los hombres de la ciudad. Era más que probable que no fuesen el mismo hombre; sin embargo, no podÃa sacudirme de encima el hecho de que yo era la única persona que no lo habÃa visto, que yo era la que quedaba y que nos debÃamos encontrar antes de que el dÃa terminase. Y si a mi padre sólo le habÃa seguido, y a mi madre la habÃa amenazado, continuando asÃ, ¿qué me harÃa a mÃ? No, no. No pienses en eso, me dije, son tonterÃas. Estaba siendo ridÃcula, asà que, antes de que mi imaginación pudiese volar más, apagué la luz y me tumbé, obligándome a mà misma a cerrar los ojos y a dormir. Tardé en conciliar el sueño, pero al final lo logré.
Flotaba entre brumas, nieblas y espesas nubes grises. No podÃa caer en el sueño, no podÃa volver a la realidad, me encontraba presa en la semiinconsciencia. Poco a poco fui sintiendo como me inclinaba más por la vigilia, al percibir la almohada bajo mi cabeza y mi cuerpo entre el colchón y las mantas. También noté uno de mis brazos preso bajo mi peso y el otro sobre la almohada, cerca de mi rostro, ya que sentÃa en el dorso de la mano mi aliento cálido y húmedo. A pesar de esto, todavÃa no habÃa despertado del todo, y no lograba entender qué me habÃa apartado del sueño en el que estaba sumida.
Cayó la primera gota sobre mi rostro. Aterrizó en mi sien izquierda. La sentà deslizarse en mi cara, trazando el contorno de mi rostro hasta detenerse en mi mejilla. ¿HabrÃa goteras? Sin embargo, no parecÃa que estuviese lloviendo, no se oÃa nada. Espera, sà se oÃa. Pero no era el sonido susurrante de las gotas de agua, se asemejaba más a... una respiración.
La segunda gota se posó en mi frente, cerca de donde la primera. Ésta resbaló en el sentido contrario, recorrió mi frente y se perdió entre mi flequillo. No, sin duda no era agua. Era un lÃquido más espeso, lo noté sobre mi piel, además la lluvia era frÃa, no estaba tan caliente. Para entonces no tenÃa ninguna duda de que otra persona estaba en la habitación conmigo, notaba su presencia imponiéndose sobre mi pequeño cuerpo.
Otra gota más, justo al lado de las anteriores. Se escurrió por entre mi cara, bordeando mi nariz y acariciando mi labio superior, para morir en la comisura de mi boca. Noté su sabor salado, metálico, caliente. Sangre. Sangre recién manada de un cuerpo. Antes de poder asustarme, el colchón de mi cama tembló, alguien acababa de sentarse a mi lado. Antes de poder percatarme de lo que hacÃa, regresé de golpe a la más cruda realidad y abrà los ojos.
Lo primero que vi fue la puerta de mi cuarto abierta. La luz del pasillo encendida. Un cuerpo apoyado en el marco. Se habÃa deslizado hasta el suelo, pero pude reconocerlo. Era mi madre. Y la habÃan decapitado. De su cuello seccionado manaba sangre a borbotones, como una tétrica fuente. Sus manos, flácidas y blancas, moteadas de rojo, todavÃa estaban extendidas hacia mi cama, en un intento fallido de alcanzarme, de protegerme. Fue lo último que vi con claridad antes de que las lágrimas nublaran mi visión.
Una violenta inclinación del colchón de mi cama logró que apartara los ojos del cadáver mutilado de mi madre, para volverlos hacia su asesino. Una figura alta se recortaba contra el rectángulo de luz del pasillo. Su rostro amenazador parecÃa esculpido en mármol, frÃo y blanco, y por sus mejillas corrÃa la sangre; sus ojos negros, sin embargo, ardÃan con la furia y la ira más salvajes e indescriptibles que sólo podÃan acunar los verdaderos perturbados. Su cabello negro se habÃa pegado a su cuello y frente, dejando caer gruesas gotas rojas sobre su rostro. Su ropa estaba sucia, rota y desaliñada; empapada en sangre de una manera tan devastadora que no pude seguir negando el hecho de que no pertenecÃa toda a mi madre. Mi padre no la habrÃa dejado levantarse si temiese que algún desconocido se hubiese colado en casa. Mi madre logró llegar a la puerta de mi habitación, ¿habrÃa podido él salir de la suya? Me fijé en sus manos y el hilo de mis pensamientos, el ritmo de mis latidos y el compás de mi respiración se interrumpieron brutalmente. El brazo izquierdo le colgaba en un costado, con la mano empuñaba un gran cuchillo cubierto en su totalidad por sangre negra y espesa. La otra estaba alzada, sobre su cabeza y sobre la mÃa, aferraba con fuerza la cabeza seccionada de mi madre. Con el cuello apoyado en la palma, la sangre resbalaba por su muñeca y su brazo, sólo algunas gotas desviaban su rumbo y aterrizaban sobre mÃ. Mi madre aún tenÃa los ojos abiertos en par en par y la boca desencajada.
Chillé con fuerza.
Él soltó la cabeza y se lanzó sobre mÃ, cuchillo en alto, mientras yo intentaba saltar de la cama por el lado contrario. Me arrastraba por el colchón, intentando zafarme de las mantas, del miedo, de sus sucias y asquerosas manos. Me aferré al borde de la cama con ambas manos y logré incorporarme. Antes de que pudiese salir, sin embargo, un inmenso dolor e atravesó la pierna. Giré la cabeza. Me agarraba el tobillo, me habÃa clavado la hoja en el muslo. Intenté desesperadamente escapar pero ya era tarde. Me arrancó el cuchillo de la pierna y el dolor me hizo gritar de nuevo. Trepó sobre mà y me aferró los hombros, tirándome contra la pared. Me golpeé la cabeza con fuerza y mareada caà al suelo, mientras con la vista nublada y un dolor latiéndome tras la frente, le vi gatear sobre la cama y bajarse, poniéndose de pie a mi lado. Me miró unos segundos, que podrÃa haber aprovechado para huir si el dolor no hubiese inundado mi cerebro hasta el punto de hacerme luchar desesperadamente por mantener la consciencia. Si iba a matarme, no cerrarÃa los ojos. Sin embargo no me clavó el cuchillo, sino que se arrodilló ante mà y, con un movimiento brusco, me aferró por el pijama y me atrajo con fuerza hasta él. Con sus labios sobre mi oreja, mi cuerpo contra el suyo, y sus brazos envolviéndome; susurró:
-Lo siento mucho, Gayla, sabes que tengo que hacerlo. Debo callar las voces. Debo hacer que te quedes conmigo, Gayla. Ellos ya están muertos, ya no podrás irte con ellos. Te quedarás a mi lado, para siempre, ya no huyas más de mÃ.
Sentà la punta del cuchillo sobre mi espalda. Intenté hablar, intenté decirle que mi nombre no era Gayla, sino Abigail, pero las palabras no salÃan de mi boca.
-Duerme, Gayla. Duérmete y todo terminará.
Reunà todo el aliento que quedaba en mi cuerpo, toda la fuerza, todo el miedo, toda la tristeza, y la eché fuera con un grito brutal, que logró que me doliese la garganta, pero que se detuvo bruscamente al estallar un dolor rojo y negro, punzante, ardiente, en mi cabeza. Me habÃa clavado el cuchillo en la nuca. El dolor fue indescriptiblemente agudo, terriblemente intenso, durante unos segundos eternos. Después cayó la oscuridad, cayó el frÃo, cayó la muerte. MorÃ. Me mató.
Ahà murió Abigail. Ahà nació Gayla. No sé en quién pensaba él cuando me mató, no sé quién era antes, pero sà sé quién es ahora. Ahora yo soy Gayla, y soy Abigail. Y desde esa noche vago por esta casa, y por todas, y hablo con otros niños. Abigail les cuenta mi historia, y les aprecia, y les desea lo mejor, pero después Gayla arremete contra ellos, y les mata, y Abigail llora.
Quizás mis pasos hoy terminen en tu casa, en la puerta de tu habitación. Si es asÃ, conocerás mi historia mejor que en este relato. Abigail te la enseñará, y Gayla hará que la vivas. Los veré esta noche, niños, ustedes nos verán a nosotras. Me reconocerás enseguida, ya verás, todavÃa esas tres gotas de mi sien izquierda cubren mi rostro, como las tres patas temblorosas de una esquelética araña posada en mi frente.
Adiós, pues.
Abigail os quiere.
Y Gayla os odia.
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