La cueva de Dios
– tranquilÃcese señor Morán – el juez cubrió su nariz con un pañuelo blanco y se dignó a entrar a la habitación del paciente 23. – he venido para entablar una conversación con usted.
– ¡dÃgales!, ¡dÃgales que no he sido yo!
– dÃgame, que fue lo que ocurrió en esa cueva.
– ¿me van a liberar?
– eso ahora mismo está en sus manos.
– recuerdo que Andrés llamó a mi casa esa noche, últimamente se comportaba de forma extraña, él mismo en una ocasión anterior me habÃa comentado que lo que él sabÃa lo habÃa transformado en lo que ese momento era.
– ¿y que era en ese momento?
– Un demente. Naturalmente hablaba de seres extraños, seres grotescos que habitaban el sub suelo, hablaba de que al dios que le rezábamos era al equivocado, que algún dÃa cuando estos “seres del sub suelo” salieran de sus madrigueras para volver a esclavizar y devolver al humano al lugar de donde pertenece, estos mismos se encargarÃan de danzar dÃa tras noche rezando en una lengua desconocida y prohibida para los mortales hasta que el “verdadero dios” de la tierra volviera a vivir y destruyera a todo rastro de vida para dar paso a la nueva creación.
– deje los rodeos, vayamos al grano. ¿ Que ocurrió en aquella cueva?
– Andrés escuchó de la boca de un aborigen el mito de “la cueva de Dios” ellos narraban que dentro de aquella cueva se encontraban los secretos que uno querÃa saber, solo tenÃa que entrar en la oscuridad total. Después de aquella llamada acudà a su encuentro de inmediato, éramos amigos y no permitirÃa que se hiciese daño a sà mismo por una creencia estúpida, yo debÃa acompañarlo para poder protegerlo: cosa que no logré cumplir.
– ¿el murió dentro de esa cueva?
– no murió, fue asesinado. Llegamos a la cueva, era un agujero gigante y tenebroso. Antes de entrar pude sentir por mi cuerpo un escalofrÃo que en mi vida habÃa sentido, mi piel se estremeció a tal punto que por unos instantes quise salir corriendo y volver a la calidez de mi hogar, pero ya era demasiado tarde. Como un niño Andrés bajó, de atrás a paso más sigiloso lo seguÃa yo temiendo que en cualquier momento perdiera el equilibrio y cayera a un vacÃo sin fin. Andrés se comportaba de forma más extraña posible, riendo y aullando de felicidad, no entendÃa como podÃa estar feliz en un agujero sin luz como ese, aunque eso solo fue el principio de su espiral de locura.
Gabriel se levantó y miró la pared de su habitación colocando sus manos sobre ella como tratando de detenerla, el juez lo observó estupefacto solo logrando balbucear una palabra a duras penas:
– prosiga.
– No hicieron falta que pasaran muchos minutos para que lo extraño comenzara a ocurrir. Mientras más nos adentrábamos en esa cueva nuestra visión era cada vez más nula y sin habernos dado cuenta habÃamos pasado el punto en que la luz de la luna no podÃa seguir penetrando en esa horrible cueva, no bastó mucho para que los ruidos nos empezaran a rodear.
– ¿Ruidos?
– risas, aquellos seres que habitaban esa cueva se reÃan de nosotros, se burlaban de que simples mortales desarmados entraran en su guarida de muerte y horror, es como si una oveja se introdujera en la boca del lobo, pero Andrés estaba desquiciado. La oscuridad nos envolvÃa y no nos soltaba por ningún segundo, las risas se sentÃan a nuestras espaldas, no eran risas comunes, no eran risas humanas, ni menos risas que en este mundo hayan sido escuchadas, era como si buscaran causarnos terror… conmigo lo lograron.
– ¿les temÃas?
– soy humano, le temo a lo que no conozco, y me causo terror saber que hay algo ahà y no lo puedo ver. En ese momento ya no podÃa ver a Andrés, solo escuchaba sus pasos luego acompañados por su voz delirante susurrando: “ellos me llaman, ellos, ellos me llaman, ellos” era lo único que susurraba y lo único que se escuchaba además de las risas burlonas que llenaban la cueva de par en par. Mi pecho se apretaba cada vez más, el terror subÃa por mi garganta hasta hacer un nudo que me imposibilitaba pensar con claridad, sabÃa que la luz no estaba permitida pero del ruido no dijeron nada, solo actué sin pensar: ” hay alguien ahÔ mi voz se oyó en toda la cueva, el eco de esas palabras recorrió largos metros hasta chocar contra algo y devolverse como la fÃsica lo estipula solo que fue acallado por la respuesta que la cueva daba a mi pregunta… solo risas.
– ya veo – el juez tuvo que detenerse unos segundos para asemejar todo, su rostro se habÃa tornado pálido y ya habÃa dejado hace mucho de sonreÃr, solo se dignaba a decir unas cuantas palabras. – puede seguir.
– Andrés seguÃa susurrando las mismas palabras una y otra vez caminando sin detenerse, las risas seguÃan acechándonos, la oscuridad seguÃa envolviéndonos, pensé que esa cueva serÃa mi tumba y que no volverÃa a ver la luz solar. El pánico me invadió de lleno y me tomó como su rehén, no reaccioné a voluntad propia, solo recuerdo el momento en que jadeante en mi mano sostenÃa la linterna que a escondidas habÃa metido en mis atuendos iluminando con temblores en mi mano todo lo que su pequeña luz me permitiera. Fue el error más grande que he cometido en mi vida. Delante de nosotros se encontraban los que reÃan. Mi corazón se aceleró a tal punto que creÃa que se saldrÃa por mi boca, mi sangre hirvió y los temblores de mi mano me arrebataron la linterna que al caer rodó hasta los pies de uno de esos seres que hasta ahora veo cada vez que cierro mis ojos. Describirlos para mà es imposible, solo puedo compararlos con el cuerpo que tienen los perros, solo que estos eran más grotescos. en su rostro no habÃan ojos, ni nariz, ni oreja, solo una enorme boca llena de colmillos, filas y filas de colmillos tan afilados que entre sà luchaban por un lugar en el hocico de esas bestias. Eran centenares, llenaban el espacio de esa inmensa cueva que lograba ser iluminado por mi débil linterna. Pero eso no fue lo peor, Andrés fuera de sÃ, se detuvo de golpe abandonando su estado de estupefacción, saliendo de su caminata hacia la locura, dejando de pronunciar esas palabras que repetitivamente por largos minutos habÃa susurrado una y otra vez, ahora solo me miraba con sus ojos llenos de odio observándome siempre bajo la risa burlona de los seres de aquella cueva: ” ¡La has cagado! ¡ acabas de arruinar todo! ¡ya no sabremos los secretos de la tierra! ¡acabas de cerrarnos las puertas! Sin más Andrés, aquel hombre con el que de niño crecÃ, jugué y creÃa mi hermano se abalanzó sobre mà con su mirada desorbitada y con sus puños rÃgidos como piedra en busca de quitarme hasta el último pedazo de vida que me quedara en el interior como castigo por haber arruinado su instancia de conexión con los secretos de la tierra.
– ¿y qué ocurrió?
– lo impensable, lo inesperado. Su piel fue atravesada por furiosos colmillos que le desgarraron hasta el último pedazo de carne, se podÃa escuchar como sus huesos eran triturados por cada mordisco que esas bestias le propinaban, su grito desgarrador invadió la cueva atrayendo a más de ellos que corrieron a unirse al festÃn. No podÃa reaccionar, me quedé ahà observando como esas bestias se alimentaban. EmitÃan un gruñido feroz, un gruñido que retumba en mis oÃdos en cada segundo, ahora mismo lo oigo mientras le hablo, pero no fue su gruñido lo que me logró sacar de aquel trance en el que me encontraba. A pasos de terminar su festÃn, una de estas bestias se dio la vuelta hacia mÃ, su rostro era espantoso, su hedor era nauseabundo, esperaba aterrado que este se lanzara encima mÃo y acabara con todo, pero no. Una voz aterradora, desgarradora, una voz vacÃa que con solo su pronunciar hubiera vuelto dementes a las personas que se jactan de tener nervios de acero y que aseguran no conocer lo que es el terror se dejó oÃr en mi mente en una clase de telepatÃa que la bestia habÃa entablado conmigo.
– ¿y qué le dijo?
– eso no lo puedo decir, espero que nadie jamás tenga que volver a oÃr lo que ahora en mi cabeza ronda a cada segundo.
– ¿eso es todo?
– sÃ.
– perfecto.
Un disparo se oyó en todo el hospital psiquiátrico sugestionando a la mayorÃa de los residentes, un cuerpo cayó tumbado sobre la cama de una de las habitaciones. El juez salió a paso lento de la habitación de Gabriel sosteniendo un revolver con su cañón humeante mientras susurraba unas palabras en voz baja:
– ellos me llaman, ellos, ellos me llaman, ellos.
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